La evaluación toxicológica de las
sustancias
Inicio la
entrada con esta imagen para que cojáis aire. Venga, ahora ya podéis sumergiros
en la parte desagradable de la realidad.
Antes de que una sustancia se
pueda emplear de forma legal a escala comercial debe pasar una evaluación
toxicológica. No obstante, que una sustancia haya pasado ese trámite y sea
legal, no implica que sea inocua para la salud. Frecuentemente, el discurso de los
políticos o de las gentes relacionadas con intereses industriales determinados
es escudarse en que tal cosa o tal otra es legal, o que un contaminante se
encuentra dentro de los límites legales…como si la ley fuera un tótem
incontestable, cuando en realidad no es así en muchas circunstancias relacionadas
con la salud o con otras temáticas.
Hagamos un repaso tipo Barrio
Sésamo:
LEGAL no es siempre = BUENO
y a menudo LEGAL = MALO
Hecha esta aclaración
introductoria, entro en materia…
La evaluación toxicológica de las
sustancias pasa por el estudio en laboratorio exponiendo a ellas a animales,
mayormente ratas y conejos. Uno de los indicadores de toxicidad utilizados para
la evaluación es el DL50: la dosis letal que causaría la muerte en el 50% de
los animales que han sido expuestos en el estudio de laboratorio. Así que las
dosis de esa sustancia que quedan por debajo de la concentración estudiada se
considerarían aptas (pág. 42-43 de Silvestre 2017).
Como bien apunta Silvestre (2017)
que no mate a la otra mitad de los animales expuestos, no quiere decir que no
les haya causado grandes problemas de salud. Por otro lado, lo que se conocería
serían los efectos mortales a corto plazo, durante el tiempo que haya durado el
experimento en cuestión.
Aún existiría una reflexión más
antes de profundizar más en la evaluación toxicológica. Cuando se publican
estudios acerca de los problemas ocasionados por los disruptores hormonales en
animales, los abogados del diablo alegan que no se conoce que pasa en humanos.
En esta misma tesitura, también dándole la vuelta a la tortilla, cabría
preguntarse:
¿Por qué se permiten entonces los
usos comerciales de las sustancias si sólo se han llevado a cabo experimentos
en animales?
Dejaré esta pregunta en el aire y
proseguiremos con otros aspectos. En la UE la evaluación la hacen las empresas
que quieren comercializar la sustancia, las que quieren registrarla legalmente.
En contraposición, en USA es un organismo del gobierno quién se encarga de
llevar a cabo la evaluación.
A ver, si uno quiere hacer
trampa, ambos sistemas pueden ser igual de válidos. Y en eso coinciden. El prólogo
de John Pete Myers (Olea 2019), un histórico pionero en la denuncia, aviso e
investigación del problema de los disruptores hormonales, es otro argumentario
del por qué vamos mal. En las páginas 18-19 denuncia que los métodos de evaluación de los organismos reguladores a nivel
mundial están atrasados, son de hace décadas atrás y no tienen en cuenta las
particularidades que son bien conocidas por la ciencia desde hace tiempo sobre
el funcionamiento de las hormonas en el cuerpo humano y en el de otros seres
vivos.
Para comenzar, tal y como aclara
Olea (2019) en la página 123, las hormonas naturales se presentan en una
proporción ínfima en el torrente sanguíneo, en picogramos o nanogramos (entre una
billonésima y una milmillonésima parte de 1 gramo). Y los disruptores, igual
que las hormonas naturales, son capaces de actuar a concentraciones muy bajas.
Por otro lado, como introducía al
principio con aquello del DL50, en toxicología se emplea el criterio de a mayor
dosis mayor efecto y a menor dosis menor efecto (relación lineal entre dosis y
efecto). Efectivamente, se prueba una sustancia a diferentes dosis con el
objeto de comprobar si hay o no un efecto perjudicial, y se va bajando la dosis
hasta que el efecto desaparece, estableciéndose que esa es la dosis segura para
la salud humana.
A priori parece muy lógico
¿NO?
¿Qué falla entonces?
Pues que este planteamiento no es
válido en relación al funcionamiento de las hormonas. Las hormonas naturales
suelen presentar con frecuencia una respuesta no lineal en forma de letra U
(tanto para arriba como una U invertida). Es decir, que si hiciéramos un
gráfico, el efecto (la respuesta) descendería si desciende la dosis de hormona
y podría casi hasta desaparecer restringiendo la dosis a una cierta cantidad
para volver a subir el efecto si se recortará todavía más la dosis de la
hormona. En resumen, las dosis bajas pueden causar un impacto más fuerte que
las dosis altas (Rhomberg & Goodman 2012; Vandenberg et al. 2012). Suena un tanto rocambolesco para los que no somos
estudiosos del tema, pero es así como funciona. Os he añadido un gráfico-ejemplo
esquemático a continuación; espero que con él el concepto sea más entendible.
Ejemplo de un
tipo de respuesta en U. En el eje horizontal vemos que con una dosis de 4 a 8
el efecto de la sustancia casi seria 0 (en el eje vertical), aumentando hasta 60
si la dosis fuera de 1 o de 11.
¿Y qué pasa con los disruptores
hormonales?
Pues que la relación puede
también ser no lineal. Este hecho debiera ser considerado antes de certificar que
una sustancia no tendrá efecto sobre la salud a una dosis determinada (p.
ejemplo, a dosis inferiores a la que se observaba la desaparición del efecto).
Además, las hormonas en una dosis
alta pueden desencadenar una respuesta en las células y en una dosis baja la
contraria. Olea (2019) usa el ejemplo del tamoxifeno en la página 19. A dosis
bajas el tamoxifeno consigue que se active un gen que estimula el crecimiento
del tumor de mama y subiendo la dosis unas 1000 veces por encima se logra que
se active otro gen que detiene el crecimiento celular del tumor de mama. Continua Olea (2019) diciendo que este aspecto habitual
en la mecánica de hormonas y disruptores hormonales no es considerado por las
evaluaciones toxicológicas obligadas antes de registrar una sustancia.
Otro hecho curioso es que la
toxicología mundial que se dedica a regular las sustancias químicas no
considera más de dos residuos en conjunto, sino que se dedica a abordar de
forma individual cada sustancia.
¿Qué pasaría si una sustancia química
por separado no ocasionara graves problemas pero al interactuar con otras
creara la debacle?
Existen suficientes evidencias
científicas publicadas que ponen de relieve el efecto combinado de múltiples
químicos sobre la salud humana (pág. 90, 91 y 94, en Olea 2019) y parece que
este hecho no hay ningún estudio científico que lo haya desmentido. Es decir,
la comunidad científica tiene interiorizado que es así y ya no es raro que
aparezcan artículos científicos describiéndolo.
Teniendo en cuenta la exposición
regular al cóctel de contaminantes modernos e históricos (¿recordáis el DDT?)
que sufrimos los ciudadanos, en aumento, no parece demasiado bienintencionada
esa forma de proceder de contemplar sistemáticamente la evaluación toxicológica
o epidemiológica de un contaminante solamente siempre por separado… igual pasa
con los demás aspectos que he ido exponiendo.
Cuando un
estudio o una evaluación científica se plantean con un sesgo importante de
partida, viene a ser como tirar unos dados trucados que solamente tienen caras
con un 5 o un 6. Una sustancia
puede superar un test de toxicología, incluso quizás se demuestre en un
artículo científico poco profundo o “amable” que no es nociva, pero a la larga,
la ciencia en palabras mayores (no la del test de evaluación toxicológica previo
a la legalización de la sustancia) no es raro que demuestre lo contrario con estudios
de calidad, bien detallados, con unas metodologías exigentes, etc. Lo malo de
la película es que hasta que se prohíba esa sustancia, habrá habido muchos
afectados y depende de la persistencia del químico, seguirá habiéndolos durante
décadas después.
Un ejemplo de los muchos sobre
las consecuencias de la actuación “alegre” de gobiernos y ciencia referente a
los peligros que inciden en nuestra salud se encuentra en los bifenilos
policlorados (PCBs). Nos cuenta y denuncia Olea (2019) que allá por el año 1939
ya se contaba con pruebas del perjuicio de los PCBs sobre la salud humana. Las
pruebas aumentaron con el paso de las décadas, se conocieron los efectos y como
se producían, pero hasta los años 90s no se prohibieron los PCBs. Por en medio,
50 años de inacción de gobiernos y demás, y el resultado: los PCBs forman parte de la grasa corporal de cada uno de nosotros.
Los PCBs tienen una tremenda
facilidad de expansión, de llegar a todos los rincones, hasta lugares tan
recónditos y alejados de las fuentes de emisión como el ártico canadiense. Actualmente,
se conoce que tanto las personas como los animales del ártico canadiense están
afectados por la exposición a los PCBs. Los daños en humanos: sobre el
desarrollo neurológico, la función tiroidea, la calidad seminal, la audición,
cáncer, etc. Y lo peor ¿Cómo eliminamos
ahora los PCBs de los seres vivos que nos comemos o del medio físico (aire,
agua, tierra)? Son parte de la herencia que dejamos para las próximas
generaciones.
¿La ciencia y los políticos nos
protegen y mejoran nuestras vidas?
¿Es posible que muchos
científicos puedan estar muy a la que saltan cuando alguien publica algo
conflictivo para ciertos importantes intereses económicos de unos pocos, y
quizá no sientan ningún reparo en saltar a la yugular para ponerlo en duda?
Y, en contraposición
¿Puede que los mismos científicos
no sientan tanto arrojo y virulencia a la hora de atacar las sustancias para
las que hay suficientes evidencias de que no son inocuas, o que se han validado
como seguras de formas más que criticables desde un punto de vista científico?
Después de años de ver el
postureo científico conservador (que no conservacionista) en el mundo de la naturaleza y observar
solamente algún susurro crítico, me asombra y reconforta ver como en las
ciencias de la salud al menos existen ciertos profesionales comprometidos con
un activismo de denuncia sólido, basado en el conocimiento científico y las
EVIDENCIAS CIENTÍFICAS.
Olea (2019) relata diferentes
ejemplos de actitud inadecuada desde el mundo científico. Uno de los que me
dejó sorprendido es el del Bisfenol A en los empastes y composites para caries,
y la reacción airada de profesionales y demás en contra de la publicación
científica donde se señalaba este problema.
En definitiva, cuando medito en
todo el tinglado global después de haber leído estas últimas semanas tantas
señales de alarma y evidencias científicas dispares de primer nivel, no puedo
más que preguntarme:
¿Qué calificativo jurídico merecen
tal inacción de las administraciones lideradas por políticos irresponsables y
la ambición carente de responsabilidad civil de quiénes venden productos
nocivos para la salud y el medio ambiente?
No controlo de términos
jurídicos. Quizá la tecnocracia exime de delitos de lesiones por imprudencia,
o de homicidio involuntario, o de crimen contra la humanidad. Sea como fuere, a
mí no me valen excusas del tipo:
- Es legal.
- No está totalmente comprobado que sea nociva tal sustancia (La eterna siembra de la incertidumbre al respecto).
¿Recordáis aquello del principio
de precaución?
Lo encontraréis en la entrada de
este blog titulada “El 5G”, del 21 de enero de 2020.
Como en otros hechos históricos,
porqué el de los disruptores hormonales ya es un CLÁSICO del siglo XX y XXI, que
algo tan grande y negativo opere a estos niveles sobre las vidas de millones de
personas se necesitan muchos culpables. Es un sistema que funciona con muchas
piezas y quizá la especie humana no haya vivido antes algo creado por ella y
que afecte a toda la humanidad de la forma en la que los contaminantes
ambientales lo están haciendo. Veamos a
continuación un ejemplo histórico, a mucha menor escala de impacto sobre número
de vidas y en persistencia temporal: la Alemania nazi.
La Alemania
nazi estaba integrada por millones de
personas: unos eran los que exterminaban a los judíos en los campos de
concentración, otros los que los habían transportado hasta allí, otros los
habían apresado, otros hacían tareas administrativas, etc. Y por encima, en la
cúspide, estaban los ideólogos, los diseñadores del gran lavado de cerebro dirigido
a la masa social, los directores del cotarro. Cuando acabó la guerra, los de
abajo se quedaban de piedra cuando se les juzgaba por lo que habían hecho,
ellos no eran conscientes de ser culpables de nada. Habían seguido directrices
y toda esa atrocidad inhumana cometida se había asumido con normalidad en la
época en que duró el salvajismo. En realidad, todos fueron culpables de un
sistema asesino, unos más que otros, PERO
TODOS FUERON CULPABLES…por acción u omisión, lo permitieron y formaron parte de
esa maquinaria.
Difundir este tipo de problemas,
luchar contra la corriente que nos está masacrando, es responsabilidad de
todos, de unos más que de otros, por supuesto. Los que están en el frente de la
batalla, viendo como las enfermedades y el sufrimiento aumentan de una forma
inédita, tendrían que estar dando consejos a los pacientes con el fin de evitar
los disruptores hormonales, haciendo pedagogía desde la trinchera.
Pero, al fin y al cabo, nuestros
padres nos dijeron tantas veces “no te metas en follones” que mirar hacia otro
lado o correr un “estúpido” velo es casi como un reflejo instintivo.
La autoexcusa siempre acude en
ayuda de la debilidad del individuo.
Meterse en follones significa por
ejemplo promover y luchar para que se hagan las pruebas adecuadas, conseguir
una regulación de las sustancias acorde con las necesidades de la salud,
eliminar del mercado los disruptores hormonales.
Pete Myers en la pág. 20 (Olea
2019) esgrime que de hacerse las evaluaciones como se debiera, entonces la
dosis segura de bisfenol A se establecería en unas 20.000 veces menos que la
actual como mínimo, según CLARITY-BPA, y esto representaría casi que el fin de
la utilización del bisfenol A en muchos de los usos habituales actualmente. Myers concreta que años atrás el bisfenol A
movía 700.000 dolares por hora en ingresos a escala mundial…
¿Captáis por donde va el tema?
Os dejo aquí debajo un enlace por
si queréis profundizar en el National CLARITY-BPA Program del U.S. Department
of Health and Human Services.
El bisfenol A
nos rodea cada día, nos impregna la piel y forma parte de nuestra dieta diaria:
tíquets de caja, cajas de cartón de comida rápida (pizzas, hamburguesas, etc.),
vasos para bebidas calientes, bolsas de palomitas para microondas, botellas de
plástico, latas de conserva, productos de policarbonato, mobiliario, resinas
EPOXI (coches, bicis, pinturas, pegatinas, electricidad y electrónica, arte,
etc.).
Para percibir la escala, la potencia del
problema, recordemos un párrafo de la entrada Los disruptores hormonales
(II):
Unos 20 años atrás había unos 140.000
compuestos químicos creados por la civilización humana, más unos 1000 nuevos
que se añadían por año, según el inventario de la Agencia Estadounidense del
Medio Ambiente (pág. 355 en Olea 2019). Ya bien entrados en el siglo XXI, a las
sustancias químicas ya declaradas se suman cada año unas 5000 nuevas más en la
Unión Europea (Silvestre 2017).
El punto final a esta serie de contenidos
dedicados a los disruptores hormonales se acerca. El próximo capítulo estará
destinado a las alternativas, y a lo largo del final de la serie os adelanto
que por fin acabaremos tocando las enfermedades de la sensibilización central y
también los enfoques de algún que otro periodista, junto a un ejemplo de la
sanidad pública.
En definitiva, diferentes trazos dibujados por una disparidad de artistas que, casualidad o no, dan lugar a un paisaje carente del ajuste
fiel a la realidad conocida.
Merece la pena seguir añadiendo luz a
las sombras
¿NO?
Bibliografía
Olea, N. 2019. Libérate de tóxicos. RBA Libros, S. A. Barcelona.
Rhomberg LR, Goodman JE.
2012. Low-dose effects and nonmonotonic dose-responses of endocrine disrupting
chemicals: has the case been made? Regulat. Toxicol. Pharmacol.,
64.
Silvestre, E. 2017.
Tu casa sin tóxicos. RBA Libros S. A.
Vandenberg LN, Colborn T,
Hayes TB, Heindel JJ, Jacobs DR, Jr., Lee DH, et al.
2012. Hormones and endocrine-disrupting chemicals: low-dose effects and
nonmonotonic dose responses. Endocr. Rev., 33.
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