miércoles, 27 de diciembre de 2023

UN DÍA CUALQUIERA

 

El genocidio siempre será algo inhumano e inaceptable.

Suena el despertador. Le duele cada centímetro del cuerpo y se siente abatido físicamente, con una rigidez generalizada, aturdido y tiene la sensación de no haber pegado ojo. Al salir de la cama el cambio de temperatura le desencadena uno de los episodios clásicos de picores de piel y junto a ello, más rigidez y más cansancio.

 

Al subir las persianas vislumbra el amanecer de un día que promete ser radiante. Abre la puerta del balcón, otea los tejados y huele el ambiente. No observa chimeneas encendidas y tampoco percibe humo en el aire. Normal, son todavía las 6 de la mañana. Podrá mantener las ventanas abiertas unos treinta o sesenta minutos antes de que la gente comience a encender las chimeneas. Es el único momento del día en el que le es factible airear la casa. Mientras ventila su hogar, mantiene la nariz alerta y ante la más mínima señal de olor o visión de columna de humo, procederá a cerrar rápidamente las ventanas y conectar los purificadores de aire.

 

Una vez resuelta esta primera tarea del día, el ritual antes de desayunar pasa por ejecutar la tabla de ejercicios de elasticidad destinados a las lesiones (rodilla, fascitis plantar, tendinitis del supraespinoso, roturas de discos vertebrales, etc.) que se le han ido acumulando y complicando desde el inicio de las manifestaciones más graves de sus patologías de base. Comenzar con los estiramientos es tortuoso hasta que el cuerpo se va calentando y entra en razón. Tras acabar la rutina se siente mejor, aunque extenuado. Ahora toca un buen desayuno. Se lo merece.

 

Finalizado el desayuno, dolor en el lavabo. No hace falta entrar en detalles.

 

Acto seguido le toca el turno al tratamiento para mantener a raya la blefaritis y la meibomitis. Antes de salir a la calle y proceder a dar la excursión matutina, se esfuerza por cambiar la cara de dolor y malestar por una máscara ficticia de normalidad. A la gente no le gusta que las personas con signos de estar sufriendo les afeen la vista y el alma. Las rechazan.

 

Sale por la puerta y piensa que cualquier pesadumbre da igual porqué la belleza de la primavera lo monopoliza todo. El campo está precioso. La vida se encuentra en su plenitud, sea en la tierra, el aire o el agua. Cómo cada día, le cuesta andar. El dolor y la rigidez muscular son una carga y hasta un robot se movería con más soltura. Le aburre corregir la postura corporal continuamente para lidiar con la intolerancia ortostática, las diferentes lesiones y las inflamaciones que le han tocado esta semana. No obstante, sigue adelante. Al cabo de unos minutos de caminar, una vez caliente, la cosa pinta mejor. Tras la lluvia de la noche el ambiente está muy limpio y se siente con energía. Nota esa rara sensación para él de cierta normalidad que le ilusiona cuando aparece.

 

Avanzan sus pasos entre golondrinas, bisbitas comunes, vencejos, y tantas y tantas aves en vuelo activo hacía el norte, luchando espartanamente contra los depredadores, las adversidades climáticas, los parques eólicos y otros artefactos humanos que matan, el hambre, la sed y la extenuación física por llegar a su lugar de reproducción, siguiendo la orden hormonal, con el fin de transmitir la mitad de su carga genética a los descendientes. Son poco más que vehículos en la transmisión de genes, pero tan exultantes de vida y belleza que engranan a la perfección en el paisaje y contribuyen a que sea ese todo que experimenta él en esos momentos a través de sus sentidos.

 

Él está inmerso en esos pensamientos cuando, de repente, el cuerpo empieza a fallarle. Sin ninguna causa aparente el arrebato de energía desaparece y vuelve el abatimiento físico. Parece que cargue con una mochila enorme, tal y como si estuviera a 4000 metros de altura. Cada paso es tan lento y pesado que solamente tiene la certeza de que nadie tira de él hacía atrás con una cuerda elástica por qué sabe que no está loco. Sólo han pasado unas tres horas desde que se levantó de la cama.

 

Por mucho que en ocasiones sucumba al autoengaño optimista es consciente de que su cuerpo no tiene más autonomía que para un paseo de dos o tres horas, parando, evitando realizar un ejercicio aeróbico mantenido de más de 20 o 30 minutos. Mantener el ritmo más de 30 minutos ha sido un error, lo sabe, pero sentía una normalidad en la respuesta física. Nunca llegará a aceptar por completo sus limitaciones ¿Quién es capaz de aceptar que habiendo sido una persona hiperactiva y deportista de la noche a la mañana se pase a esta situación irreversible? No se pueden aceptar cosas así con 20, 30, 40 o 50 años…intenta imaginarse cómo se debe sentir un niño o un adolescente con estos problemas; sabe que los hay. Eso es aún peor.

 

Ahora le queda la penosa tarea de volver a casa sufriendo minuto a minuto la falta de energía y la extenuación. De camino se encuentra con olores inesperados en el sendero: colonia, detergentes y suavizantes industriales. Es fin de semana y los típicos turistas de ciudad acuden en masa con sus malas costumbres a los pueblos de montaña ¿Existe algo más estúpido que rociarse de colonia antes de practicar senderismo en un paisaje inmaculado? En el momento en que gira en una curva, entre los claros de la masa forestal, divisa a unas decenas de metros unos colores chillones artificiales que le indican la posición de los culpables. Han dejado el aire impregnado de esas sustancias que le hacen enfermar a lo largo de todo el sendero y no sopla el aire. Tardará en limpiarse el ambiente, de forma que decide pararse abandonando el camino, lejos de esas mierdas, en la espesura del bosque, y esperar a que bufe la brisa y se disipen los olores que contaminan y enferman. No tiene prisa y tampoco el cuerpo le deja tenerla.

 

Al cabo de un buen rato, reanuda el camino y llega a las afueras del pueblo. Una vez allí, percibe un olor familiar particularmente detestado. Busca con la vista en una dirección determinada y ve ropa colgada en el balcón de unos vecinos que lavan con abundante suavizante. Se trata de uno de esos suavizantes intensos que penetra en su cuerpo y le pone enfermo al momento. Le marea olerlo, le pican los ojos, le sube una tensión por la parte superior del cuello hasta la cabeza que le deja aún más cansado, aturdido y de mal cuerpo, y la garganta se le irrita. A 200 metros ya huele la pesadilla porqué la dirección del viento la trae directo hasta él. Decide huir, dar la vuelta, evitar pasar por ese lugar y entrar en su calle desde otro extremo, rodeando el pueblo.

 

Mientras hace este camino se va encontrando con algún que otro vecino. A veces hasta mendiga conversación y con tal de no acabar loco se sacrifica exponiéndose unos minutos al suavizante o jabón menos intenso y nocivo de otras personas, a pesar de que ello signifique tener que aguantar algunos síntomas…aunque más llevaderos, menos traumáticos, más soportables que el suavizante fuerte, los ambientadores o las colonias. Le cuesta pensar y articular lo que dice…pero por no parecer descortés y antipático, intenta recomponerse y hablar con una mínima normalidad con varios conocidos del pueblo. Le es agotador seguir una conversación durante media hora con varias personas a la vez por la lentitud y la falta de agilidad mental, y se queda bloqueado, fuera de la conversación. Además, las ojeras y la cara de encontrarse mal, de abatimiento, de vencido físicamente, no se pueden disimular por mucho que uno lo intente. Y ¿Qué sentido tiene gastar el tiempo en explicarles lo que le ocurre si ya lo ha hecho tantas veces a lo largo de los años? La gente reacciona mal ante una persona con estos síntomas. Les es más cómodo pensar que la persona se encuentra mal de ánimos, que es rara o tiene un problema mental, que la culpa es suya. Suelen objetar que a ellos también les duele el cuerpo y que todo el mundo tiene problemas de salud, etc. Ellos desconocen lo que significa tener el cúmulo de síntomas, el haber olvidado lo que es encontrarse bien, sentir la glotis cerrándose en segundos ante la exposición a una fragancia artificial u otros aditivos nocivos y tener que salir por patas antes de quedarse sin poder tragar y respirar. Se niegan a entender la magnitud del problema.

 

Es más fácil pensar que la otra persona es un quejica, un vago, un cuentista, que tiene problemas de sociabilización y otras tantas autojustificaciones falsas con las que lavar su conciencia o explicarse aquello que no han querido comprender o intentar comprender.

 

La parte positiva de su vida ahora es que al menos la gente del pueblo, eso sí, no suele ponerse colonia y pocos son los que usan suavizantes y detergentes de olor radioactivo. Tampoco las tiendas usan el maldito ambientador o productos de limpieza con fragancias inmundamente insoportables. Por supuesto, el pueblo es un lugar saludable en comparación con su ciudad de origen donde la contaminación motivada por el tránsito rodado y por la industria química le hacían inviable la vida. Residir en el pueblo ha sido un verdadero salto cualitativo y cuantitativo respecto a la ciudad en la que vivía antes de enfermar tanto, cuando todavía podía vivir con plenitud y trabajar. Además, la gente en la ciudad suele tener la misma falta de empatía y comprensión hacía sus enfermedades e incluso los que le conocían bien antes de estar así se comportan de esta forma. Al final, se vaya donde se vaya, los humanos guardamos mucho parecido con las gallinas. Tenemos su síndrome. Ves una gallina con una diminuta herida en un corral y en poco tiempo la irán rodeando sus compañeras para picotearle una tras otra certeramente ese punto sanguinolento hasta convertirlo en un cráter. La solidaridad es una mentira.

 

Al pasar por la plaza del pueblo recuerda que no tiene pan y le viene de paso comprarlo allí, en la panadería habitual. Lo peor es que hay cola (es fin de semana) con turistas de ciudad embadurnados de colonia y suavizantes. El panadero, al verle y conocer su problema, sale de la panadería y le da el pan de medio que siempre compra. Una verdadera ayuda en el camino.

 

Pero dicen que el diablo está en los detalles...a nuestro protagonista le entra picor en la cara y se la toca con la mano. Inmediatamente, siente picor en los párpados y se los rasca con suavidad, y aparece un escozor y dolor intenso en los ojos. Es entonces cuando entiende que sus dedos se han impregnado de la colonia adherida en la bolsa de papel del pan y al frotarse los ojos se ha provocado una reacción. Acaba de cometer una estupidez. Sabe que sufrirá otro derrame ocular, que la blefaritis-meibomitis se le activará y hasta puede que le salga un chalazión…todo ello le obligará a vigilar aún más que nada dañe sus ojos durante los próximos días, sea viento, polvo, humo de las chimeneas o cualquier otro agente externo, hasta recuperarse.

 

Aprieta el paso y sigue con el regreso a casa para lavarse las manos, la cara y los ojos. En unos minutos se encuentra a pocos metros de la puerta ¡Maldición! . Exclama para sus adentros y acelera con las últimas energías; una de las pocas vecinas que usan una colonia tan fuerte que impregna la calle a lo largo y ancho está en el patio. No le hace falta verla porqué el olor por sí solo delata su presencia. Lo peor son esos momentos en los que se cruza con ella porqué es una mujer mayor que le cae bien y se pone a hablar lo que puede con ella, pero en esas circunstancias no sabe en qué rincón ponerse con tal de que no le lleguen los compuestos volátiles nocivos de su colonia que lo invaden todo y le destruyen. Ella conoce su problema de salud, aunque, lógicamente, él por educación nunca le ha dicho que no tolera su colonia. Sus conversaciones con ella son efímeras y poco más puede hacer.

 

Por si fuera poco, además, hoy es fin de semana, ya lo dije antes. Una chimenea de una segunda residencia encendida en las cercanías expulsa un humo denso y negro que le deja fatal. El humo se estanca en las calles estrechas y encajonadas por los edificios del barrio viejo del pueblo. Por fin, abre la puerta de su casa y cierra rápidamente, intentando que no entren en su casa las sustancias tóxicas de la colonia y el humo. Conecta inmediatamente los purificadores de aire. Extrae el pan de la bolsa de pan y lo huele con la intención de comprobar que no se haya contaminado con la colonia porqué de lo contrario no se lo podrá comer. Afortunadamente, el pan no huele a veneno y lo deposita en una bolsa de tela. Tira la bolsa de papel a la basura y la cierra herméticamente. Se lava la cara y los ojos a conciencia y los examina. Esta vez ha tenido suerte y solo se trata de un leve derrame ocular. Pese a ello, sus ojos y los párpados están enrojecidos y se han inflamado. Aún no sabe si acabará saliéndole algún chalazión que es lo que más le preocupa en esos momentos. Por si acaso, se aplica el antifaz caliente para chalaziones durante diez minutos.

 

Una vez acaba con el antifaz, se descalza, se saca los calcetines y los pone a secar junto a las botas de montaña. Es una de las formas de controlar los hongos y otras afecciones de piel que se suman al resto de problemas crónicos. No es cómo los demás ni es cómo era él antes. Ahora es otro. Es demasiado débil y reactivo ante los agentes externos y el estrés fisiológico. Su piel y su cuerpo reaccionan con exposiciones al sol que son normales para la gran mayoría de personas. Igual le ocurre con el agua, el frio, el calor, el ejercicio físico sea aeróbico o no, los cambios de temperatura y con multitud de sustancias (se encuentren en género textil, pomadas, adhesivo de las tiritas, medicamentos, etc.). Su precaria situación le obliga a llevar una disciplina férrea. De lo contrario, un problema en principio menor se complica gravemente en poco tiempo. A ti que estás leyendo, igual que a otros, te parece extraño. No entiendes nada. Lo asumo, a mí me pasaba igual; es más fácil no creérselo y pensar que son exageraciones.

 

Dan las 12 del mediodía y nuestro personaje está haciendo la comida. Es costumbre que rompa algún plato o vaso, no por pura celebración o ceremonia, sino debido al aturdimiento, a la falta de coordinación visomotora y al deterioro neurocognitivo. En su casa olvidaron lo que es un juego de vajilla doméstica intacto. La rigidez corporal y los pinchazos en los hombros, la espalda y las rodillas le complican la vida al coger ollas o sartenes llenas y eso que después del paseo siente menos dolor. Aun así, prepara la comida y la cena cada día. Es una forma de darle sentido a su existencia. Todavía sirve algo.

 

Más tarde, mientras come con su pareja, ve en la tele la entrevista que le hacen a un ciudadano con una discapacidad física visible, con un grado importante de limitación. Acabó en una silla de ruedas debido a un accidente de tráfico. Es una persona muy positiva y fuerte, un ejemplo de superación. Viaja por todo el mundo en avión, o cómo sea, y no deja que su limitación le impida hacer casi de todo, a pesar de que vivimos en una sociedad que todavía no se ha adaptado a los problemas de movilidad que sufre parte de la ciudadanía. Sólo hay que echar un vistazo a las aceras o incluso a los aparcamientos de coches destinados específicamente a personas con este problema, demasiadas veces ocupados por canallas que no sufren ninguna dolencia física incapacitante más allá de la falta de humanidad y civismo.

 

La entrevista de la tele da pie a que conversando con su pareja aterricen en su ombligo. Comparan la situación de un enfermo cómo él con la de cualquier otro enfermo. Nuestro personaje no padece una movilidad reducida físicamente visible y notoria. Paradójicamente, su libertad de movimiento está mucho más restringida. No hay color. Es un exiliado ambiental y vive excluido de la sociedad en cualquier ámbito. A él la sociedad le impide vivir en sociedad, le niega la sociabilización. Una persona discapacitada está amparada por diferentes ordenamientos jurídicos específicos. Es decir, el colectivo al que pertenece cuenta con una ley hecha a su medida, mejorable, pero destinada a ese grupo de personas. A enfermos cómo el que protagoniza la narración de este post la ley simplemente no los considera. Viven permanentemente hasta el fin de sus días con los derechos sesgados, hasta la raíz más profunda, aislados y desamparados.

 

Tras comer, revisa el correo electrónico y comprueba que no tiene mensajes, lo cual es habitual. La vida social desapareció radicalmente poco a poco, aunque sin pausa, tiempo después de recibir su diagnóstico, paulatinamente, hasta alcanzar la mínima expresión. Lentamente, todos fueron desapareciendo de su vida por la puerta de atrás. No se siente mal por ello puesto que es lo que suele pasarle a los que malviven por estas enfermedades. La culpa no es de los enfermos. Simplemente, dejan de ser útiles para otras personas, sean compañeros de trabajo, amigos, colegas o hasta familia y nadie repara en ellos. Se vuelven invisibles, inmateriales y absolutamente prescindibles. La integración en la sociedad humana se reduce a eso, a ser o no ser útil. Es una gran verdad de la vida que no se aprende hasta enfermar gravemente. Lo comprende hasta cierto punto y, sin embargo, le duele sentir esa soledad permanente que no se acaba nunca porqué la soledad impuesta es de los peores castigos que existen. Sin embargo, pese a todo, jamás se sentirá culpable de una cosa que no está en su mano cambiar.

 

Se agarra a su inquietud, a la curiosidad que le ha acompañado a lo largo de su vida. Es una herramienta con la que combatir la soledad y estimular la mente. En realidad, en cierta manera, él ha acabado viendo que es una ventaja el no tener que leer ni contestar muchos correos. Ahora gestiona ese tiempo de otra manera, invirtiéndolo en la lectura de un artículo científico o buscando información sobre un músico, o cualquier otra cosa que le interese en esos momentos. Le vuelan un par de horas de la tarde enfrascado en la lectura, aunque, por supuesto, se ve obligado a parar cada 20 o 30 minutos debido a que su capacidad de concentración no da para más. No obstante, esta tarde es diferente a otras. Mientras se entrega a la lectura va notando que su barriga comienza a estar inflamada de verdad. Se pregunta el por qué y analiza lo que ha comido durante el mediodía. Se trataba de ingredientes que tolera normalmente ¿Qué ha cambiado entonces? ¿Qué ha podido ser? De repente, recuerda que, si, la pasta era ecológica, pero no de la marca de siempre. Seguramente ese es el motivo. Ha aprendido a base de error y acierto que su cuerpo no tolera el arroz y la pasta convencionales producidos mediante la utilización de fuertes plaguicidas. Es más, sabe que no todos los arroces y pastas ecológicas le sientan bien. Con el tiempo ha encontrado unas marcas de agricultura ecológica que considera seguras puesto que al menos no le causan problemas intestinales a partir de pocos minutos después de consumirlas.

 

Bueno, al menos ahora conoce los alimentos que le sientan bien y los que no. No está perdido cómo al principio, hace cuatro años atrás. En aquel entonces siempre se encontraba fatal del intestino y no sabía discernir de entre todos los ingredientes cuales podrían ser los culpables. Nadie le aconsejó ni le orientó. Tan solo le pusieron la etiqueta de colon irritable. Adquirir ese conocimiento sobre su propio cuerpo representó un trabajo de más de un año, a base de ir reduciendo la dieta al mínimo e introducir uno a uno los ingredientes. Ensayo y error, ensayo y error…y el error lo pagaba con creces en la taza del wáter.

 

Entre estos pensamientos que ocupan a nuestro personaje, llega su pareja con la compra y él le suelta − ¡Que suerte tienen los que pueden hacer la compra! No es que me ría de vosotros, lo digo completamente en serio. Entrar en un supermercado con normalidad, pasearse por las estanterías y elegir lo que te apetecerá comer esa semana; ver a un conocido que hacía tiempo no te encontrabas, echar unas risas y explicarse la vida. Son placeres cotidianos que se dan por normales. −. −Ya, no sabes lo que te pierdes haciendo la cola y más cuando pillas a alguien que no quieres ver por en medio. −. Le contesta. Los dos sonríen.

 

La verdad es que él no puede entrar en el supermercado ni en ningún establecimiento cargado de tóxicos sin sufrir un empeoramiento importante de los síntomas. Le da mucha rabia porqué la compra es una más de las muchas cargas que tiene que asumir su pareja en solitario, el verdadero pilar que le ha permitido sobrevivir hasta ahora. Ayuda a su pareja con la descarga de las bolsas de la compra y percibe el olor a ambientador, colonia y productos de limpieza ¡Es horrible! Todos los envases hieden a enfermedad desde que los supermercados y tiendas decidieron hacer uso del marketing olfativo instalando ambientadores. Los envases de la carne huelen a un producto espantoso con el que han limpiado los cristales de las neveras. Mientras su pareja extrae uno por uno los productos de las bolsas y los envases, él instala el purificador de aire en la cocina. Su pareja limpia las botellas y otros envases con vinagre de limpieza, un método bastante eficaz con el que eliminar buena parte de esas sustancias nocivas (los compuestos orgánicos volátiles) que desprenden y hacen persistir el hedor enfermizo. Es un trabajo más, una carga física muy pesada que el resto de los ciudadanos no afrontan. Una vez acabada esta tarea, entre los dos guardan los alimentos en la nevera y los armarios y su pareja le dice – He comprado una camiseta de manga larga, pero no es de algodón orgánico y no sé si la soportarás. Si la lavamos para eliminar el apresto, los olores y las sustancias químicas, ya no la podremos descambiar y puede que al no ser de algodón orgánico te provoque igualmente un ataque de picores de piel cada vez que te la pongas.−. Él le responde que es mejor que la devuelva, porqué en caso de que le siente mal, habrán perdido el dinero comprando algo que no se va a poder poner. Prefiere la ropa de calidad que le garantiza la certeza de que no enfermará más al vestirla debido a los aditivos tóxicos que incorpora (determinados tintes sintéticos, etc.).

 

Una vez recogida la compra, los dos se preparan para ir a realizar una prueba de esfuerzo en un centro privado. Le tiene que acompañar su pareja por si acaso sufre una crisis con la exposición a algún producto. Debido a que le denegaron cualquier tipo de incapacidad, demandó a la Seguridad Social y esta prueba será crucial con el fin de acreditar una de las muchas de sus limitaciones físicas a lo largo del proceso judicial. Coge su mascarilla de filtro puesto que entrará en un centro médico al que acude gente con todo tipo de jabones, shampoos, suavizantes, colonias, after-shave, desodorantes y tantos otros productos que su organismo no tolera.

 

Antes de entrar en el centro se acomoda una mascarilla con filtros. El doctor lo conduce a la sala en la que hará la prueba y allí se quita la mascarilla. El doctor conoce su problema y es una persona sensible y empática; ha preparado una sala que no huele a productos tóxicos. Es más, la mascarilla que utilizará para la medición de los parámetros respiratorios durante el transcurso de la prueba de esfuerzo, la ha esterilizado con ozono, sin usar ningún producto higienizante ante el cual pueda reaccionar y activarse una anafilaxia. Al acabar la prueba acude agotado, tambaleándose, a recepción con la mascarilla de filtros ajustada a la cara y su pareja se dispone a pagar el servicio. Extrae los billetes de un sobre de papel sellado y la recepcionista mira a los dos extrañada, por el sobre y por la mascarilla. En nuestra casa parecemos narcotraficantes o políticos, siempre con el dinero en sobres y encima yo con la máscara de los clones de la Guerra de las Galaxias bromea él. La recepcionista se ríe y le pregunta que le pasa. Los dos se lo explican. El problema de fondo es que todo el puto dinero huele a colonias y se ven obligados a guardarlo de esta forma con el fin de que él no enferme más. Haced la prueba con cualquier moneda o billete que os den ¡Apestan todos a enfermedad por partida doble!

 

Cuando nuestra pareja llega a casa son las 19 horas y él ya no es capaz de hacer nada más. Conversar le es casi imposible. Años atrás, con 44 años, antes de enfermar con esta gravedad, a estas horas del día, después de trabajar físicamente 8 horas y pasar toda la tarde en el ordenador atendiendo llamadas, redactando, leyendo documentos técnicos, digitalizando datos, habría hecho la mochila. Si, hubiera hecho la mochila y una vez en la piscina hubiese nadado 2000 metros sin descansar. Más tarde, al llegar a casa cansado de nadar, habría ido a dar un paseo con su perra y después regaría el jardín y se iría a la cama sobre las 12 de la noche para levantarse de nuevo a las 4 o las 5 de la mañana al día siguiente cómo un ciclón.

 

Recordar todo eso ahora apenas le hace daño en comparación con años atrás. Ha sido mucho tiempo, años, aprendiendo aceptar que lo que fue antes no volverá jamás. En tres años su vida pasó a ser el 10-20% de lo que fue. No es cómo si aquella persona de entonces fuera otra ¡Es que es otra persona! Hay tantas cosas que ya no puede hacer:

  • Ir al cine, al bar, a un restaurante, a un concierto, a cualquier actividad social que os podáis imagines.
  • Viajar en avión.
  • Acudir a gimnasio, a la piscina o a la playa.
  • Relacionarse con la gente con un mínimo de normalidad sin sufrir físicamente.
  • E infinidad de actividades o situaciones de un día cualquiera para ti.

Este post basado en un caso real es un ejemplo de día cualquiera que vivirá para siempre nuestro protagonista. Os hablo de una persona enferma de sensibilidad química múltiple, síndrome de fatiga crónica y fibromialgia. Y no es de los peores casos. A otros enfermos el más mínimo contacto con cualquier tóxico (p.ej. un tubo de escape) les desencadena una crisis severa y han tenido que dejar de salir de casa. Hoy en día no son pocos los enfermos cómo él y el número de personas con los síntomas y las patologías referidas sigue escalando preocupantemente hasta haberse convertido en algo común en lugares con un alto grado de contaminación. También los hay en lugares sanos…son ciudadanos que sufrieron exposiciones a ciertos productos durante su trabajo o que se empeñan en utilizar productos cotidianos nocivos que las regulaciones hechas a medida de la industria permiten.

 

Al cabo de unas semanas, nuestro protagonista vuelve a su ciudad de origen por unos días, debido a unas de las múltiples pruebas médicas que le practicarán. Últimamente, no paran de surgirle nuevos problemas de salud y algunos de los viejos empeoran. Por la calle, un antiguo compañero de clase y de fiestas le dice al verlo − ¿Cómo estás? – Le pregunta. Él le responde – Buff, tirando −. Su antiguo colega le dice sorprendido − Pues ¡Tienes buen aspecto! −. Su antiguo compañero tal vez lo diga con la mejor intención del mundo. El problema es que no sabe de lo que está hablando. Tampoco conoce que lo que le acaba de decir, él lo escucha a menudo por parte de otras personas y le repatea. Un enfermo en su situación al escuchar expresiones de esa índole siente que, realmente, lo que le están diciendo es − Eres un cuentista porqué decías que tenías todas estas enfermedades y que estabas fatal cada día, pero salta a la vista que estás perfectamente bien −. Viéndose en tales tesituras se obliga así mismo a tener paciencia y explicar con calma que la percepción de su interlocutor se encuentra en las antípodas de ser acertada. Le cuenta que el color rojizo-rosado de su cara y cuello no es un síntoma de salud o de tomar el sol sino de que su organismo no para de liberar histamina, de reaccionar ante cualquier sustancia que los demás toleran a corto plazo. Es por esa razón que se pone cómo una zanahoria nada más llegar a la ciudad y su color se vuelve al instante más pálido una vez que se encuentra en lugares más sanos…en el pueblo, por ejemplo.

 

Nuestro enfermo conoce perfectamente que sus palabras caerán en saco roto. Todos solemos sentir estremecimiento, lástima y empatía al ver una persona con una gran herida abierta, o a otra que le falta un brazo o una pierna. Somos comprensivos con alguien que sufre un cáncer porqué a estas alturas ¿Quién es lo bastante estúpido o cruel cómo para no empatizar con la gravedad que supone padecer un cáncer? Ahora bien, nos podemos olvidar de que una buena proporción de nuestros vecinos, conocidos, familiares o amigos sepan y quieran comprender lo que significa tener una artritis reumatoide, o cualquier otra enfermedad orgánica y sistémica “invisible” que no suponga sangrar por los poros o cosas por el estilo ¿Por qué?

 

Imagino que la selección natural no provocó que la especie humana desarrollará evolutivamente ninguna adaptación innata con el fin de reaccionar con empatía, sensibilidad y solidaridad ante estos problemas de salud. Así pues, cómo la presión de la selección natural no comportó que hubiera individuos humanos con un tipo de respuesta en ese sentido, en una sociedad primitiva, ignorante sobre temas médicos, sería razonablemente comprensible una falta de empatía, sensibilidad y solidaridad ante un enfermo de esta clase. La pregunta clave es ¿Qué provoca que, en una civilización avanzada, sofisticada y compleja capaz de comunicarse a distancia con un móvil o un ordenador, o buscar y acceder a información sobre cualquier cosa (inclusive la fibromialgia, el síndrome de fatiga crónica u otras patologías estigmatizadas), sea común un comportamiento frívolamente cruel respecto a esta clase de enfermos?

 

En una sociedad en la que se educa primando y premiando la competencia y la individualización más radicales, resulta más cómodo para el egoísmo del individuo pensar que los enfermos que no se desangran son unos cuentistas y unos aprovechados. La gente suele enfrentarse a según que tragedias ajenas, a veces, sin pararse a pensar en su comportamiento o en lo que sienten los afectados, y responden de formas inhumanas porque la crueldad ilimitada es otro atributo más de nuestra especie (que se lo pregunten a los palestinos sino es así). Existe un tipo de persona maquiavélica que comienza la conversación con un enfermo de fibromialgia preguntando − ¿Cómo te encuentras? – y acto seguido escuchan dos palabras e interrumpen al enfermo soltando sus arengas venenosas típicas del que no sabe ni quiere saber. Hablo de la clásica respuesta indignante que sueltan: − Bueno, todo el mundo tiene algo −…¿ALGO? ¿ALGO? Desde luego, ellos lo que no tienen es materia gris.

 

La paciencia de muchos enfermos se acaba en el momento en que han contado no hasta cien sino hasta un millón. Cuando han soportado comentarios insensibles y cretinos de centenares de personas con una actitud lamentable respecto a sus problemas de salud. Quizá en ese momento, se hagan una pregunta cómo esta ¿Acaso estamos obligados a pasar por alto a seres vivos con apariencia de personas que cagan por la boca?


Este post se publica el día antes de los Santos Inocentes porqué la industria, la culpable de tragedias cómo esta, ni es santa ni inocente. Dedicado a todos los enfermos de fibromialgia, síndrome de fatiga crónica, sensibilidad química múltiple, electrohipersensibilidad, artritis reumatoides y la larga lista de enfermedades invisibles.